Sunday, December 27, 2015

En el museo portátil de Ramón Gómez de la Serna

Hay feria en el Cuartel de Conde-Duque, una especie de mercadillo navideño internacional. Bailan en el escenario unos señores rusos, o de la Anatolia, o de la Estepa asiática, o de algún lugar de más allá del frío. Visten exótico, manejan anchas espadas y entonan con esmero, a gritos, melodías difíciles de recordar. Me diluyo entre las casetas y los food-tracks y subo a ver a Gómez de la Serna en su despacho. RAMÓN, como le decían todos, con familiaridad mayúscula. Merece siempre la pena hacerle una visita. Me pongo a sacar fotos de su museo portátil, ese universo infinito recluido en pocos metros cuadrados.


El despacho de Ramón es un inmenso Rastro personal e intransferible, acumulado a lo largo de toda una vida. Una prolongada colección de muebles, objetos e imágenes, recortes de revistas y periódicos que iba pegando, con artesanal paciencia, por las paredes, puertas y techos de su despacho, conformando un vastísimo collage que también era espejo de su literatura y de su propia conciencia creativa. Una Cámara de las Maravillas de la modernidad, expresión de "lo transitorio, lo fugitivo y lo contingente", que diría Baudelaire. Un templo erigido a sí mismo y al dios de su imaginación. Un estallido escénico de todas las vanguardias (cubismo, dadaísmo, surrealismo…) que Ramón reunía -como gran maestro de ceremonias y agitador cultural del Madrid de principios de siglo- en una sola persona, componiendo un espacio doméstico único. Estampario, lo llamaba él.


Ya en la casa de su abuela materna, situada en la calle de Monteleón, había una pequeña habitación misteriosa que debió de impactar sobremanera al pequeño Ramón, recubierta de cromos y estampitas de colores, incluso en los techos y puertas. Sería en la casa de la calle de la Puebla número 11, que habitó con su familia de 1903 a 1920, donde Ramón fue llenando su primer despacho con objetos que adquiría en el Rastro, reproducciones en yeso y una chimenea de mármol, dando pistoletazo de salida a su pasión coleccionista y a su fascinación por las cosas, sin distinción entre lo estrambótico y lo estético.
Un microcosmos inaudito clausurado por la bóveda del techo, fulgurante de estrellas.
Ramón nos enseñó a mirar el mundo de una manera totalmente nueva, ensanchó nuestra percepción hasta los límites extremos de la metáfora y el sueño, de un sueño muy real, muy vivo. Ortega y Gasset dijo haber visto el secreto del arte moderno al visitar el Torreón de Ramón en la calle Velázquez. Para terminar dejo algunas de las fotos que hice. Y este enlace al gran inventario del Aleph de Ramón, en La Maquinaria de laNube.

Friday, December 25, 2015

Las memorias místicas de Balthus

Horas y horas mirando el lienzo en el caballete, en silencio, preparando la entrada en su secreto, domesticando el tiempo para alcanzar la inocencia y hacer posible la revelación. Ese es el ritmo de la creación: atrapar un fragmento de luz en la lentitud del tiempo, capturar una inmortalidad. La pintura como acceso al silencio, a lo invisible del mundo: "Lo único que me satisface es el estado de la luz. Esta transparencia que acrecienta la nieve, aparición deslumbrante. Transcribir su travesía".
El conde Balthasar Klossowski de Rola dice entender la pintura como un modo de acceder al misterio de Dios. Se trata de pintar como se reza: la entrega humilde de uno mismo para llegar a lo esencial. Desprendimiento, pobreza, paciencia, tesón, silencio disciplinado, como una ofrenda al carácter sagrado del mundo, para encontrar -más allá de las apariencias- lo invisible de las cosas, un secreto del alma. Descubrir la espiritualidad del mundo en la pequeñez de las cosas y en su inmensa grandeza.
Balthus rechaza el arte moderno por su intelectualismo, su desprecio por la naturaleza y su tránsito a la abstracción; ese mismo camino intelectual, oscuro y hermético es el que ha seguido la poesía. En cambio, adora la música de Mozart, llena de gracia, ligereza y gravedad ("la expresión más elevada del alma humana"), la poesía de Rilke, el cuaderno de viaje de Delacroix, la claridad y sencillez de expresión de un Pascal o un Rousseau. La gracia esquiva de los gatos.


La casona de Rossinière, en los Alpes suizos, con su encanto discreto, sobrio e íntimo, como esos templos chinos que parecen suspendidos en el vacío, le hace sentir como si se encontrase en el corazón palpitante de la naturaleza, profunda, misteriosa, donde refulge la claridad original de las cosas. La pintura consiste en esa búsqueda metafísica -travesía entre civilizaciones- que une a los primitivos italianos con la pintura china y japonesa. Se trata de alcanzar el punto de equilibrio del paisaje, llegar al secreto de la inmovilidad, contra la rueda frenética del tiempo. 
Frente a la etiqueta habitual de "pintor del erotismo", Balthus afirma que su obra se ha hecho siempre bajo el signo de lo espiritual: en sus retratos de niñas desvestidas no buscaba el morbo sexual de las lolitas nabokovianas, aclara, sino que para él eran como ángeles a las que trataba de rodear de un aura de silencio y profundidad, creando un vértigo a su alrededor. No sabe uno si creerse las palabras testamentarias del artista polaco o si interpretarlas como una última pirueta cínica del bon vivant, tratando de envolver y disfrazar las perversiones de toda una vida con un velo de misticismo.
Volcado en la comprensión de su oficio, vagando en torno a su misterio, Balthus entiende la pintura como un arte de la paciencia, de la lentitud, un compromiso ascético-monástico del pintor con el cuadro, rendido a la humildad y la pobreza.

Sunday, December 13, 2015

En el Museo del Ferrocarril

Los trenes son quizá el gran invento del XIX, el Siglo-De-Los-Inventos. Lo valoro más porque, al contrario de otros inventos, que acababan deshumanizándonos, el tren nos ha hecho seguramente más personas. No se trata sólo de llegar antes, más rápido, de cubrir espacios en menos tiempo, sino también de ver más y mejor. Una cosa son los medios y otra los fines. El tren no es sólo un medio de transporte; es también un fin en sí mismo: la visión del paisaje.
Porque no hay paisaje más hermoso que el que se ve desde un tren.
El Museo del Ferrocarril sabe a película de época. Paseando por allí te sientes como el extra de un rodaje inexistente. Te falta el sombrero y la pipa. Además, los trenes y el cine son un poco lo mismo: imágenes en movimiento. Hay muchos trenes en el cine. Y hay mucho de cine en el tren. En concreto, en la antigua Estación de las Delicias hay un poco de El maquinista de la general, un poco de Solo ante el peligro y un poco de Con la muerte en los talones, según el andén y la época. Las palabras que mejor lo expresan son zug, tâg y tog. 
Ahora, con el Mercado de los Motores, un fin de semana al mes, todo se vuelve diseño y vintage. Con sus cosas buenas (los músicos de jazz, los mapamundis, las chicas guapas) y sus cosas malas (los hipsters que ejercen de hipsters, el exceso de diseño, la plusvalía del humo, del aire). No hay vida que aguante tanto diseño. El exceso de diseño mata lo vivo. El artificio de la cultura que quiere imponerse a toda costa... y se cree más y mejor. Esta autoconciencia inverosímil de quien se enmarca en un aura dorada para exhibirse ante el espejo, ante sí mismo, y puja al alza en polifonía de ventrílocuo. 
Mejor quedarse con el Rastro de los objetos infinitos, que también lo tiene: