Monday, July 02, 2012

Un libro y una película

Me gusta lo menor, aquello que sin ruidos ni estridencias expresa su pequeña verdad, sencilla e inextinguible, en absoluto pretenciosa, que permanecerá en nuestra memoria para siempre. La imagen momentánea, la palabra sugerente, el detalle puntual. El libro o la película que por casualidad encuentra su lector o espectador en el momento justo (ni un segundo antes ni un minuto después), su destinatario auténtico, una especie de Innombrable, bien entre los estantes atiborrados de una biblioteca pública, bien en el zapping sostenido de una madrugada de insomnio.
El problema, claro está, es que esta experiencia sagrada de lo único es poco comunicable o trasladable. No vale para nadie más (por eso todo canon es una imposición absurda). Incluso para uno mismo resulta imposible repetir aquella sensación primigenia, inaugural. La belleza de lo que se iba creando sobre la marcha ante nuestros ojos, la emoción sin par del descubrimiento. Después ya nada es igual, empezando por el mismo sujeto que mira. Ya se sabe: Heráclito y el río.
Mi problema es peor aún: más que libros lo que me gustan son párrafos; más que películas lo que me gustan son escenas. Así que no hay elección posible.
Viaggio in Italia de Rosselini, con Ingrid Bergman y George Sanders
Es la película más real, más verdadera, más no-película-sin-dejar-de-serlo, que he visto nunca. Es como asistir a un trozo de vida, con todo su misterio, su belleza y su poesía, sin explicaciones ni subrayados. Sólo la realidad desnuda: los estados de ánimo de una pareja, la emoción lírica de los paisajes y los fantasmas del pasado aleteando alrededor.
Empieza con una escena maravillosa, de una simplicidad perfecta, que nos sitúa de golpe en el meollo de la realidad: un matrimonio inglés, sin hijos, viaja en coche hacia el sur de Italia para vender una casa heredada. La conversación está trufada de reproches, silencios y gestos de aburrimiento; vemos la carretera, los árboles, los campos, los coches que se cruzan, un rebaño de vacas; dentro del coche se respira la distancia gélida de la intimidad. Se anticipan de manera sutil los rencores, los celos, el malestar… que irán aflorando durante su estancia en Nápoles, cuando descubran que, a pesar de llevar juntos tantos años, en realidad no se conocen.
Ingrid Bergman se dedicará a visitar las atracciones turísticas de la zona —las estatuas del Museo Arqueológico Nacional, las ruinas de Pompeya, las catacumbas repletas de calaveras— mientras trata de lidiar a duras penas con su melancolía; por su parte, George Sanders rondará la tentación del adulterio en una escapadita a Capri. Lejos de la cotidianidad rampante londinense (esa ecuación espartana inamovible: trabajar-dormir-comer-cagar), desnudos ante el espacio vacío del tiempo libre, los personajes se ven acosados por la desilusión y el tedio, como dos extraños camino de la disolución. El descubrimiento en Pompeya de los cuerpos calcinados de dos amantes unidos en un abrazo es la metáfora más evidente de toda la película, si bien fue resultante, al parecer, de un hallazgo fortuito durante el improvisado rodaje. Ahí los temas eternos: el amor y la muerte.
Una de las muchas escenas inolvidables transcurre en la azotea de la villa, mientras los dos protagonistas toman el sol tumbados en unas hamacas con las montañas volcánicas al fondo: la violencia latente de una conversación de pareja, con la historia del poeta enamorado, supongo que inspirada en el Michael Furey de Los muertos de Joyce. 
El aparente happy end no es tal, sino sólo un último gesto esperanzado de Rossellini ante su declinante historia de amor con Ingrid Bergman. Normal: ante esa diosa todos suplicaríamos de rodillas. Pero ya sabía don Roberto que no había solución.

Un libro y una película: en Jot Down.

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