Sunday, November 30, 2008

Interrogaciones pineanas

Después de la demostración de cazurrismo de ayer (estos desahogos quedan ya bautizados como "Barojiana Experience 2.0"), voy a ponerme hoy un poco pedagógico. Pero aviso: no voy a decir nada profundo ni interesante, sólo voy a recomendar una lectura. Quien quiera otra cosa que no siga.

Estoy leyendo el último libro de Víctor Gómez Pin, titulado Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen. Se lo recomiendo a cualquiera que esté interesado en estos temas, pero sobre todo a los que no hayan leído nada de Gómez Pin, porque es un compendio -fácil de leer y muy interesante- de sus principales ideas y posiciones filosóficas. Los anexos técnicos finales se hacen más durillos, pero merece la pena el esfuerzo.
Los que hayan leído sus últimos libros se habrán dado cuenta de que Gómez Pin es bastante insistente y repetitivo en sus ideas (cosa que, por otra parte, es normal, porque no va a cambiar de ideas cada mes; quizás el problema está en que últimamente publica demasiados libros, que casi son el mismo), pero aun así siempre se le lee con gusto. A Pin se le da muy bien hacer eso tan difícil que es decir cosas interesantes e inteligentes de una manera literariamente atractiva. De hecho no se me ocurre otro pensador español que esté a su altura en esto. Savater no le suele llegar en hondura y Martínez Marzoa es demasiado académico, minoritario y difícil (esoterismo terminológico, que se dice). El esfuerzo divulgador (que no vulgarizador, o como se diga) de Pin es muy de agradecer, y quizás en este libro lo hace mejor que nunca (en el "Pórtico" explica muy bien esa necesidad divulgativa, porque a fin de cuentas "filósofo es aquel que habla de cosas que a todos conciernen").
Por cierto, alguien debería decirle a Gómez Pin que a ver si consigue superar esos latiguillos que lastran su prosa ("evocado", "corolario", "salva veritate", "a fortiori", "repudio"...), porque le dan al lector una sensación constante de déjà vu que le refuerza en la idea de que está leyendo -otra vez- el mismo libro. Vamos, que se pone un pelín cansino con esas palabritas.
Aunque en estas cosas de estilo ya está uno curado de espanto. Y en las traducciones ya no digamos; por ejemplo, el otro día estaba leyendo un relato de Murakami, el que trata de una madre que va a recoger el cadáver de su hijo surfista (del libro Sauce ciego, mujer dormida), y me jodió la lectura la expresión "a la que...", que sale por lo menos veinte veces. Por ejemplo (en sólo cuatro páginas: 300-303):
-"Pero, a la que das un paso fuera, sólo entienden inglés".
-"Si sólo fuera marihuana, no pasaría nada, pero a la que se trata de ice la cosa cambia".
-"Te hace sentir muy bien, pero, a la que te enganchas, ya estás muerto".
-"Dice que a la que empezara a gastar, me puliría todo el dinero".
-"A la que oía una vez una melodía, fuera la que fuera, era capaz de traspasarla...".
-"A la que improvisaba, al final acababa imitando algo".
Imagino que no hay en España muchos traductores de japonés, pero por lo menos podían coger a alguien que sepa escribir en español, digo yo.

Saturday, November 29, 2008

La ópera

Definitivamente la ópera es un arte para mentes cultas, paladares inteligentes y oídos finos. Muchos lo consideran el arte más completo, el arte definitivo, el novamás de la sensibilidad humana.
A mí la ópera me aburre un huevo. Me parece un coñazo. Un coñazo, además, bastante molesto y un poco ridículo, con esos ropajes y pelucas y esas voces tan exageradas (engoladísimas las de ellos y quejumbrosamente gritonas las de ellas), todo como en medio de una absoluta desincronía y falta de naturalidad. No sé cómo explicarlo: para mí es como si todo estuviera fuera lugar. ¿Acaso hace falta todo eso? Como decía Mozart en Amadeus sobre la ópera italiana (creo recordar): "¡¡¡¡Señoras gordas gritando con los ojos en blanco...!!! ¡¡¡Eso es... basura!!!".
Hay quien dice que la voz humana es el instrumento más bello; yo en las óperas estoy deseando que se calle el señor o la señora de turno y que me dejen escuchar la música de una puta vez. A ellos dan ganas de darles una palmadita en la espalda, a ver si arrancan ya o dejan de toser o echan el gargajo. A ellas dan ganas de matarlas a tiros, directamente, y que nos dejen vivir en paz. Siempre que oigo cantar a un tenor me acuerdo de ese señor gordito y de melena calva (muy parecido a Pere Gimferrer, por cierto) que se aposta a la puerta del Teatro Real para hacer demostración gratuita de sus ejercicios de voz: "OOOOhhhhh!!!! OOOOhhhhhhh!!!". Da bastante lástima. La voz parece salirle de muy adentro, de los confines de la garganta o del abismo de los intestinos, por lo menos. Supongo que es un tenor frustrado, que estuvo años y años dando clases y practicando su canto pero que los mandamases le negaron la atención (o, más probablemente, Dios le negó el talento), y se pone a la entrada y salida de las óperas para que la gente perciba su genio. Pues a mí me suenan más o menos así todos los tenores, como pedos inflados y persistentes saliendo por la boca del estómago. Sí, ya lo sé: soy un cenutrio, un ignorante, un bestia, un insensible.
Pues vale, lo reconozco. Yo podré ser sibarita en otras cosas -por ejemplo, en el jamón serrano, en los espárragos o en el fútbol de calidad-, pero en cuestión de ópera soy bastante cazurro y primitivo. Me pasa lo mismo con el humor. Admiro a los ingleses en muchísimas cosas, pero su famoso sentido del humor, tan inteligente y finolis, no me hace ni puñetera gracia. Soy más de humor cazurro hispano, tipo Quevedo, Buñuel o Aída (la serie de TV, no la ópera).
PD: Vale, siempre hay excepciones: una, dos y tres (por ejemplo). Momentos realmente increíbles, tan emocionantes que hacen que uno ponga en cuestión sus pobres ideas sobre la ópera.

Friday, November 28, 2008

Vampyr (C. T. Dreyer)

Escena de Vampyr de Dreyer (1932) con música de Massive Attack:

Monday, November 24, 2008

La epidemia

"Yo no lo sabía, pero había estallado una epidemia en todo el país. Adolescentes tardíos en barrios de clase media como el nuestro habían enloquecido de repente y huido a otras ciudades para practicar el sexo y hacer novillos de la universidad, para tragarse todas las sustancias que pillaban, y no sólo chocaban con sus padres, sino que los rechazaban y destruían todas las cosas relacionadas con ellos. Durante una temporada, los padres estuvieron tan asustados, perplejos y avergonzados que todas las familias, en especial la mía, se someteron a cuarentena y sufrieron aislamiento.
Cuando subí, mi dormitorio era como una habitación de enfermo sobrecalentada. El vestigio más claro que quedaba de Tom era el póster de Don't look back que había pegado en la pared de al lado de su cómoda, donde el peinado psicodélico de Dylan siempre atraía la mirada censuradora de mi madre. La cama de Tom, pulcramente hecha, era la de un niño al que se lo había llevado una epidemia."
(Jonathan Franzen, Zona templada)

Friday, November 21, 2008

El Tío Vivo

¿Por qué se llama tiovivo a los caballitos? Se cuenta que en 1834 una epidemia de cólera asoló Madrid y entre las decenas de personas muertas falleció un hombre que se ganaba la vida con un carrusel de su propiedad en las populares verbenas madrileñas. Justo cuando lo iban a enterrar despertó y, delante de los allí presentes, resucitó. Tan popular se hizo este hombre que le apodaron Tío Vivo y con él a una de sus pocas pertenencias: su carrusel, que empezó a llamarse el tiovivo.

Thursday, November 20, 2008

La vergüenza

"Puede afirmarse que cuanto más noble y más generoso es el espíritu de una persona, tanto más sensible es a la vergüenza, como bien lo expresa San Jerónimo. Dícese que Aristóteles experimentaba vergüenza y pesadumbre por ser incapaz de sentir la emoción de las tragedias de Eurípides; que Homero se sintió avergonzado por no poder hallar la solución de cierto acertijo que le propuso un pescador y que Sófocles se hirió de muerte con un puñal por haber sido silbada una de sus tragedias. También se quitó la vida Lucrecia, avergonzada por su deshonra y para no escuchar murmuraciones públicas. Cuando el romano Marco Antonio fue derrotado por su enemigo, permaneció a solas, por espacio de tres días, en la proa de un buque, sin admitir ni siquiera la compañía de Cleopatra, anonadado por el despecho y la vergüenza. Así nos lo presenta Plutarco en su biografía. Apolonio de Rodas, poeta de Alejandría (siglo III antes de J.C.), abandonó voluntariamente su patria y su familia, avergonzado por haber recitado pésimamente su poema sobre los argonautas, según dice Plinio.
Ayax sintió vergüenza y cólera cuando sus armas fueron entregadas a Ulises. El sacerdote Hostrat tomó tan a pecho el libro que Reuchlin escribió contra él, que de vergüenza y de pesar se suicidó. Por el contrario, existen sujetos felones y descarados que no se avergüenzan de nada y no hay desdicha que los afecte o conmueva, como cierto personaje de Plauto —Ballio— que más se regocija cuanto más lo insultan y es objeto de escarnio. En cambio, la persona que se estima a sí misma y es celosa de su reputación preferirá perder sus bienes y aun la vida antes que sufrir difamación o ver tiznado su buen nombre. Y si no puede impedirlo sentirá una angustia lacerante, como el ruiseñor, que —según dice Mizald— muere de vergüenza si oye a otro pájaro cantar mejor: Quae cantando victa moritur".
(Robert Burton, Anatomía de la melancolía)

Sunday, November 16, 2008

El aleph de Zukowski

Ayer, viendo La strada de Fellini, reconocí un fotograma. Me resultó familiar. Enseguida me di cuenta: salía en este vídeo casero, que no me canso de ver:

Thursday, November 13, 2008

Mi poeta preferida

De poeta a poeta y tiro porque me toca. De Lara Moreno a Ana Merino. (Perdón por la aliteración [y ahora por el pareado]).
Empecemos confesando los pecados: Ave María Purísima, sin pecado concebida, me confieso, padre, de que hace mucho tiempo que no leo poesía. No sé qué me pasa que no puedo. La poesía me ruboriza, me estomaga, me nerviosea. A lo mejor hasta me produce urticaria, doctor. Creo que sólo puedo con los haikus, y a pequeños sorbitos. Cojo un libro de poesía, cualquiera, y empiezo a sentir cómo gotea almíbar por las hojas, cómo resbala la miel por el lomo, y se me pringan los dedos. Empiezo a leer un verso y me imagino al poeta en trance, recitando con los ojos en blanco, y me da así como repelús, o risa, o miedo. Creo en otra poesía: disfruto de la poesía del cine, la poesía de un paisaje, la poesía de unas fotos, la poesía de un libro en prosa… Pero la poesía-poesía no puedo con ella. Qué le voy a hacer. En fin, ya se me pasará.
Pero no siempre ha sido así. Hubo un tiempo en que leía poesía, bastante poesía. Mi Biblia era Poeta en Nueva York y mi ídolo incuestionable era Vicente Aleixandre. Digo sólo que la leía porque lo que escribía entonces (con 15 o 16 años) no puede asimilarse al nombre de poesía; era más bien una serie de alaridos cursis y enamoradizos, de autoelegías ridículas, pseudoexistencialistas, en definitiva, una cosa mala mala, penosísima, que, con muy buen criterio, quemé en una noche de soledad en casa, con gran aparato ceremonial, simbólico e inmolatorio. Bueno, al grano, que me disperso…
Cuando pasó lo que quiero contar yo acababa de cumplir 18 años. O sea, que ya podía votar y conducir y seguir bebiendo (si bien ahora legalmente). Estaba una tarde de sábado paseando por la Feria del Libro del Retiro. Pasé por una caseta y la vi detrás del mostrador. Tenía los ojos grandes (pero parecían pequeños) y muy oscuros y una frondosa melena ondulada. Jugaba con los dedos y los rizos. Me pareció atractiva. En un cartelito estaba su nombre, de hondas resonancias ovinas. Había hojeado su libro —Premio Adonáis 1994— en una librería (seguramente Visor, por donde iba a menudo) y me había gustado. Me armé de valor y, venciendo mi timidez, decidí acercarme a comprarlo. No había ningún otro lector.
No creo que dijese nada especial, como mucho Hola, qué tal. La poeta (que estaba a punto de cumplir 24) me sonrió y se dispuso a firmarme el libro. Se tiró un buen rato garabateando. Yo pensaba: qué hace, qué estará poniendo ahí tanto tiempo, a lo mejor también ha sentido el flechazo y se me está declarando por escrito... La verdad es que pasé un mal rato, allí esperando, sin saber qué cara poner. Por fin terminó, me lo dio, le dije muchas gracias, compartimos una mueca de sonrisa, le pagué al dependiente y me fui rápidamente. No, las Musas no me sirvieron ninguna frase memorable en bandeja. Ni dos besos líricos enrojecieron mis mejillas.
Unos metros más allá, ya tranquilo, a salvo de esa mirada de agujero negro que absorbía la materia, abrí el libro y leí la dedicatoria: eran unas letras floridas, con un niño sonriente dibujado en la O con que termina mi nombre, y unas cuantas hojas otoñales cayendo por la página. Lo había firmado como Ana y a continuación había hecho el dibujo de una oveja. Una ovejita supuestamente no churra, muy simpática y lanosa. La miro ahora y sigue sonriendo.
Recuerdo que leí aquellos poemas con gran placer y emoción. Me gustaron mucho. Y los leí una y otra vez, hasta desgastar las páginas. Preparativos para un viaje se llamaba aquel libro, y estaba muy en la línea de mi admirado Aleixandre (o eso me pareció a mí). Me gustaba su música de columpio o mecedora, la conexión inaudita de imágenes reveladoras ("abotona el cansancio y olvida que la sed se hace con miga de pan"), sus greguerías ("suspiro en una estación haciendo punto con las agujas del reloj", "sólo quiero sujetar el invierno como cualquier árbol sin hojas") y, sobre todo, su sobriedad. [Por cierto: no sé si pasaría con más ejemplares de esa edición, pero el mío después de la página 16 vuelve a empezar con la portada (o sea, que se repiten otra vez las 16 primeras páginas). Sería curioso volver a ver a la poeta, tantos años después, y que me firmase otra dedicatoria en el segundo comienzo del libro.]
Desde entonces he ido comprando todos sus libros (ya van cinco), y me siguen gustando. Ahora ya no leo ni compro poesía, pero si me entero de que sale un nuevo libro de Ana Merino salgo corriendo a comprarlo. Más que nada por seguir la tradición, por ser fiel con mi pasado (y, ahora que nadie nos oye, también por disfrutar un rato).
Os dejo con mi poema preferido de mi libro preferido de mi poeta preferida:
Carta de un náufrago
Con el consentimiento de la nieve / caminaré despacio. / Alguien habrá que espere junto al fuego / y yo, que estaré ciega por el frío, / haré paradas breves, / sacudiré el paraguas y empezaré de nuevo. / El único secreto es no sentirse / inmensamente lleno de verdades. / No aceptar nunca las invitaciones / que la neblina / sugiere al anidar con sus disfraces / de paisaje feliz, de grandes sueños. / Alguien habrá que diga, se ha perdido, / alguien saldrá a buscarme, / y llevará el calor de una botella / donde podré mandarte este mensaje.
(Ana Merino, Los días gemelos)

Tuesday, November 11, 2008

Cuatro veces fuego, de Lara Moreno

Un libro de color ocre bajo una hoja de otoño sobre un columpio. Su título: Cuatro veces fuego.

Estoy en Tres Rosas Amarillas, la famosa librería del cuento. Curioseo un rato para disimular y, como no lo encuentro en las estanterías, pido el libro de Lara. El librero se levanta y se acerca al escaparate. Me da justo el libro del columpio. Dice que no les queda otro ejemplar, y yo me siento culpable por haber deshecho la magia del columpio, de las hojas, del otoño. El arte del escaparatismo. Se lo digo. Dice que no me preocupe, que pedirán más y que pondrán otro ejemplar allí.
Abro el libro por la calle, veo el título del primer relato y todo son recuerdos: una cueva, una voz, un descubrimiento. Apenas nos conocíamos entonces y a todos nos unía el frío. Desde aquella noche para mí Lara es, por encima de todo, una voz. Una voz y un misterio. Una voz hipnotizadora y un misterio aún indescifrable (al menos para mí).
Ahora mismo (00.00 horas) leo tumbado en la cama. Sólo se oye, de fondo, la televisión encendida en otro cuarto. Pero mientras leo oigo la voz de Lara leyéndome sus textos. Su voz me acompaña en la lectura. Es una voz susurrante, parsimoniosa, con algo de seductora decadencia. Una voz que sólo frena su melodía anestesiante para, de vez en cuando, tragar el humo del cigarro.
Vuelvo a leer “Amarillo” (que para mí será siempre “Las cajas amarillas”), un relato genial que no me canso de leer. En aquellos días, hace poco más de un año, la pesadilla de Jacobo, Víctor y Sofía me inspiró una lectura que ahora rescato del archivo del email. No me gusta nada el tonillo academicista que me salió, pero en fin, os lo copio:


"Las cajas amarillas" es un relato maravilloso —exacto y sabio en su lenguaje, misterioso e inagotable en su capacidad de evocación— que transmite todos los intríngulis del miedo. El miedo infantil, que es el más puro y verdadero, es también el más oscuro y paradójico. Por un lado, el miedo infantil nos retrotrae a las entrañas más primitivas, inocentes y salvajes del ser humano: es como si esa mirada "inocente" desvelase todas las instancias lúgubres que subyacen al mundo desde el origen de los tiempos. Algo que los adultos ya no pueden ver. Ya no quieren ver.
Además, suelen ser los propios niños que tienen miedo los que lo dan (por eso hay tantas películas de miedo protagonizadas por niños); es decir, que los niños producen y segregan miedo a la vez. Nos asustan al asustarse. La infancia es, entre otras muchas cosas, un mundo lleno de inseguridades, de abismos, de precipicios insondables.
Lo que los niños creen ver en la realidad se solapa con lo que los demás vemos en ellos: esa maldad inconsciente, ese "todo vale" de la ignorancia, de un espíritu no contaminado por la capa más convencional —normativa, hipócrita, moral— del mundo.
Es lo que pasa con Jacobo y Víctor, creo yo. Ellos tienen miedo a la vida, a ese ruido constante de ratas que pululan por la casa de noche, pero sobre todo nos dan miedo porque sólo ellos parecen percibir esa realidad paralela, escondida. Y además sospechamos que son coleccionistas de cadáveres y asesinos en potencia. Jacobo es el inspirador del miedo, el fuerte, el posible líder loco o superhombre, curtido en los rigores de una vida en soledad (o, lo que es lo mismo, de nula convivencia con una madre loca, cuya sombra pasea entre las cortinas como la de "Psicosis" de Hitchcock), y a Víctor le queda el papel de subalterno, de espectador y narrador de las cosas. Víctor es tan débil que sabe que nunca tendrá la valentía de llevar adelante sus tendencias y deseos más íntimos: la violencia. Si uno lidera sin pretensiones (sólo con su actitud, como ejemplo que se muestra), el otro se deja llevar inconscientemente por el espectáculo morboso. Es el cómplice silencioso. Y la pobre Sofía es la presumible víctima. Todo apunta a que antes o después será asesinada, y su calavera irá a parar a una caja amarilla en el trastero.
Todo está contenido en esta frase genial, poderosa, que estremece por su crudeza: "En realidad, yo sólo quiero apretar su cuerpo flaco y hacerla llorar, pero sé que nunca lo haré. Jacobo sí se atrevería, pero a él sólo le interesan los cráneos de roedores".

No sé si era una lectura acertada o no, aunque sospecho que tiene bastante de tontería. Seguramente ahora sería diferente, pero desde luego no sería menos elogiosa.

Es un placer leer este libro (os lo recomiendo). Me alegro de que me queden muchos relatos por delante, más allá de mi admirado “Amarillo”: "La lata de atún está entre mis manos como un bicho muerto e inofensivo que yo trago lentamente, masticando las hebras del pescado y notando el aceite resbalar por mi barbilla"...
Os dejo, que quiero enredarme en los carabineros y las carabinas, escuchar desde el andén ese pitido que suena para que los corazones vuelvan a latir, deletrear brutalmente el lenguaje del sexo, saludar en el espejo de los nombres al rey de la mediocridad (ese escritor, filósofo y amante fracasado que quiere escribir a Vera), volver a merendar con La Menuda… y, sobre todo, oír la voz de Lara mientras leo, hasta quedarme dormido. No se me ocurre mayor felicidad.

Saturday, November 08, 2008

Hogar, dulce hogar

"Hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar, que solía estar observando fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.
Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, que Gregorio añoraba en los reducidos aposentos de las fondas, y en las que pensaba con ardiente afán al arrojarse, fatigado, sobre la húmeda ropa de la cama extraña. La mayoría de las veces transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor. A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre: "¡Cuánto coses hoy también!", e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana, rendidas de cansancio, intercambiaban una sonrisa.
Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregorio se pasaba con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente manchada, con sus botones dorados siempre limpios, con la que el anciano dormía muy incómodo y, sin embargo, tranquilo. "
(Kafka, La metamorfosis, trad. mixta)

Sunday, November 02, 2008

Correr, correr, correr

El placer agónico de la huida: escena final de Los cuatrocientos golpes de François Truffaut.